UN automóvil de suspensión de aire, silencioso como la noche vacía, se detuvo junto a los muros de piedra del pequeño cementerio de Buckham. Había llegado con las luces apagadas y era un vehículo largo, oscuro, potente. Sus portezuelas laterales se abrieron. Dos hombres, más bien dos sombras siniestras, saltaron a tierra cuando el coche se posó suavemente, falto de suspensión. Y como dos sombras negras, se acercaron al muro. Uno de ellos iba provisto de una potente lámpara de rayos infrarrojos. A través de los lentes parabólicos que cubrían sus ojos, los dos hombres podían ver en la noche como si el foco de la lámpara fuese un potente haz de luz blanca.
