Según un error muy extendido —que incluso se hizo más o menos «oficial» con el favor del evolucionismo en auge—, todos los símbolos tradicionales se tomaban al principio al pie de la letra, y el simbolismo propiamente dicho tan solo es fruto, supuestamente, de un «despertar intelectual» tardío. Esta opinión invierte por completo la relación normal de las cosas, como hacen por otra parte todas las hipótesis análogas que se inserten en un contexto evolucionista. En realidad, lo que aparece más tarde como sentido añadido se encontraba ya implícito al principio, de manera que la «intelectualización» de los símbolos no se debe a un progreso intelectual, sino, al contrario, a la pérdida de la inteligencia primigenia en la mayoría. Así pues, debido a una comprensión de los símbolos cada vez más defectuosa, y para eludir el peligro de la «idolatría» (y no para escapar de una supuesta idolatría preexistente y en realidad inexistente), la tradición, a partir de cierto «momento cíclico» e inspirándose llegado el caso —en cuanto a la forma— en doctrinas ajenas, se vio obligada a explicitar verbalmente los símbolos, que en el origen —en la «Época divina»— eran suficientes para transmitir las verdades metafísicas.
